La posidonia de la discordia: ¿Estamos empujando al turista a hacer las maletas?

05/08/2025


Dénia vive del mar. Vive de sus restaurantes, de las actividades náuticas, de los hoteles y de todo un tejido de empresas satélite —proveedores, repartidores, asesorías, agencias de marketing y publicidad— que orbitan alrededor de ese motor llamado turismo. Sin embargo, lo que debería ser nuestra mayor fortaleza se está convirtiendo en nuestro talón de Aquiles: la imagen que proyectan hoy nuestras playas, cubiertas de posidonia muerta, empieza a generar más rechazo que orgullo.

La escena es conocida: orillas intransitables, montañas de restos en descomposición, turistas que buscan un rincón limpio para extender la toalla y vecinos mayores que renuncian a pasear por la orilla porque el acceso es, sencillamente, imposible. Lo que antes era un paisaje de postal se ha convertido en una trinchera en el debate sobre si cuidar o no la imagen del litoral. Y, mientras discutimos, la reputación de Dénia se erosiona con cada fotografía compartida en redes sociales.

La posidonia, dicen los técnicos, protege nuestras costas y forma parte del ecosistema. Nadie lo niega. Pero entre proteger la naturaleza y abandonar el litoral a su suerte hay un término medio que aquí parece no contemplarse. Convertir la defensa del medio ambiente en una excusa para la dejadez nos lleva a un callejón sin salida: playas impracticables, visitantes decepcionados y un discurso cada vez más extendido de “si no te gusta, vete a Madrid”. ¿De verdad esa es la bienvenida que queremos dar?

Porque el problema no es solo estético: es económico. El turismo no es un lujo en Dénia, es la base sobre la que se sostiene buena parte del empleo local y la recaudación municipal. Cada turista que se marcha con mal sabor de boca es un potencial segundo residente que no volverá. Son impuestos de IBI, agua, luz o basuras que se esfuman. Son cenas que no se sirven en los restaurantes, catamaranes que no se llenan y souvenirs que se quedan en las estanterías. Y en un contexto donde el sector turístico ya lidia con la turismofobia —esa creciente hostilidad hacia el visitante—, el mensaje que se lanza desde la ciudad es demoledor: no solo no cuidamos nuestras playas, sino que culpamos al que se queja.

El riesgo es evidente: un éxodo silencioso de turistas y propietarios de segundas residencias hacia destinos más amables, más accesibles y, sobre todo, más limpios. Y cuando eso ocurra, cuando la maquinaria turística se detenga y la economía local empiece a resentirse, será demasiado tarde para lamentarse.

Dénia necesita un debate serio, alejado del dogmatismo y de los eslóganes fáciles. No se trata de “limpiar o no limpiar”, sino de encontrar un equilibrio entre sostenibilidad y usabilidad. Proteger la posidonia sí, pero también proteger la dignidad de nuestras playas y el futuro económico de una ciudad que, nos guste o no, vive gracias a quienes la visitan.

La pregunta es simple: ¿queremos que Dénia siga siendo un destino de referencia o preferimos verla convertirse en un recuerdo del pasado, víctima de su propia autocomplacencia?