Del Estado del Bienestar al bienestar del Estado

23/07/2025


Hay días en los que uno se detiene, observa lo que ocurre a su alrededor y se hace la misma pregunta una y otra vez: ¿de verdad es esto en lo que nos hemos convertido? Tengo la sensación —y sé que no soy el único— de que cada vez estamos más divididos. Y no hablo de esas divisiones naturales que nacen de la diversidad de opiniones; hablo de una división fabricada, alimentada, casi diseñada para que vivamos en un conflicto permanente.

Nos han enseñado a ver enemigos en todas partes: hombres contra mujeres, izquierda contra derecha, mi región contra la tuya. Antes discutíamos sobre fútbol; ahora discutimos sobre absolutamente todo. Y lo hacemos con una intensidad que asusta. Basta con abrir las redes sociales para comprobarlo: insultos, descalificaciones, trincheras digitales desde las que se dispara a cualquiera que piense diferente.

Mientras tanto, los que deberían dar respuestas permanecen tranquilos. Observan. Como si asistieran al espectáculo desde un palco, viendo cómo la gente se pelea por migajas mientras el verdadero pastel sigue sobre sus mesas. Y cada día que pasa, más claro tengo que cuanto más divididos estamos, menos exigimos; y cuanto más ocupados estamos en pelearnos entre nosotros, menos levantamos la vista para cuestionar lo que realmente importa.

Porque, seamos sinceros, ¿qué es lo que de verdad nos duele hoy? No son las tertulias de televisión ni los trending topics del día. Lo que nos quita el sueño es no poder alquilar una vivienda, ver cómo llenar un carro pequeño de supermercado cuesta hoy 120 euros cuando hace dos décadas costaba 50, pagar impuestos hasta casi por respirar sin verlos reflejados en nuestros derechos como ciudadanos. Nos duele que tener hijos ya no sea un sueño sino un lujo, que haya familias que trabajan día y noche y aun así no llegan a fin de mes. Que haya gente que ni siquiera piensa en alquilar un piso, sino en conseguir una cama por la que paga auténticas barbaridades para simplemente poder descansar unas horas.

Y, sin embargo, de todo esto se habla poco. Nos entretienen con discursos vacíos, debates que no resuelven nada, leyes improvisadas y titulares que se rompen al primer golpe de realidad. Nos bombardean con polémicas que duran un par de días mientras los problemas reales siguen ahí, inamovibles: inseguridad, precariedad, desigualdad y falta de futuro. Familias que el día 10 del mes apenas tienen 100 euros para sobrevivir. Y en medio de todo eso, nos dan pan y circo para mantenernos ocupados.

Lo inquietante es que esta dinámica funciona. Funciona tan bien que ya casi ni la cuestionamos. Hemos normalizado vivir enfadados los unos con los otros. Hemos convertido la discrepancia en enemistad. Sorprende no poder hablar de ciertos temas con personas que piensan distinto porque, en el fondo, probablemente coincidimos en lo esencial, pero nos han convertido en defensores automáticos de “nuestros colores”. En ese ruido constante, olvidamos lo más básico: exigir respuestas en lugar de buscar culpables.

Se nos llena la boca con el famoso “Estado del Bienestar”. Lo repiten como un mantra: pagamos impuestos para tener mejor sanidad, mejor educación, mejores servicios. Y uno escucha eso y piensa: “Bueno, será cierto, algo bueno saldrá de tanto esfuerzo”. Pero luego miras tu cuenta bancaria, el recibo de autónomos y el IVA trimestral y te preguntas: ¿dónde está ese bienestar del que tanto presumen?

Pagamos, y pagamos mucho. Nos dicen que es por nuestro bien, que el sacrificio es necesario. Pero mientras a ti te quitan tres para darte uno, hay quienes se mueven en coches oficiales, con chófer, secretaria y despacho, cobrando sueldos de 7.000 euros al mes. Y no se trata de envidiar el sueldo ajeno, sino de preguntarse por qué el tuyo no llega ni para cubrir lo básico. En los últimos 40 años, el coste de la vida ha subido cerca de un 200 %, mientras que los salarios apenas han crecido un 15 %. Hace dos décadas, un carro de la compra costaba 50 euros; hoy, 120. Un piso medio en 2005 valía unos 120.000 euros; hoy, difícilmente baja de 200.000. Y el salario más frecuente en España es de apenas 15.575 euros anuales, poco más de 1.200 euros brutos al mes en 12 pagas.

Y no porque los empresarios no quieran pagar más, sino porque muchos no pueden hacerlo, ahogados por la misma presión fiscal que sostiene el sistema. Mientras tanto, el autónomo sobrevive haciendo malabares: rogando a clientes que paguen a tiempo para no fraccionar el IVA, trabajando más horas que un reloj y sosteniendo, casi en silencio, un modelo que siempre le exige más de lo que le devuelve.

Nos dicen que todo ese dinero va para sanidad y educación. Ojalá fuera así. Ojalá se notara en cada centro de salud sin médicos suficientes, en cada colegio que necesita reformas, en cada familia que espera ayudas que nunca llegan. Ojalá ese “Estado del Bienestar” fuera más que una frase de campaña.

Y sé que habrá quien piense que este discurso es de izquierdas o de derechas. Se equivocan. Esto no va de ideologías, va de sentirse engañado. Va de dudar de un sistema que, en lugar de garantizar, atrapa; que moldea pensamientos y actitudes hasta convencernos de que cumplir las reglas es lo único que nos salva de ser señalados. Va de cuestionar si lo que creemos que está bien… realmente lo está.

Nuestros abuelos, en el mejor de los casos, trabajaban para dejarnos una propiedad o una pequeña herencia que nos asegurara un futuro mejor. Nuestros padres, con suerte, nos dejarán una casa pagada después de 40 años de hipoteca. Nosotros, al paso que vamos, solo dejaremos deudas y problemas. Y las generaciones que vienen detrás, educadas en el “aquí y ahora”, en lo inmediato, desconocen el sacrificio que hubo antes para que ellos pudieran vivir mejor. Ese modelo es cómodo hoy, pero a la larga es un suicidio social y económico: nos priva de pensar en el futuro, de anticipar los problemas que vendrán, y nos hace dependientes de un “papá Estado” que nos ofrece abrazos a cambio de obediencia.

No estoy en contra del progreso, ni del debate, ni de la política. Son necesarios y parte del crecimiento de una sociedad madura. Estoy en contra de esta trampa de distracción constante que nos mantiene entretenidos mientras los problemas reales se pudren. Estoy en contra de esta idea —tan cómoda para algunos— de que un país dividido es más fácil de gobernar. Porque lo es. Un país dividido no cuestiona, no se organiza, no avanza. Y quizá, solo quizá, esa sea la idea.

Si algo me gustaría que quedara de esta reflexión es sencillo: mirar hacia arriba en lugar de pelear hacia los lados. Preguntarnos si lo que discutimos realmente importa o si solo es el espectáculo que nos ponen para que no veamos el escenario completo. Y, sobre todo, recuperar la capacidad de escucharnos sin vernos como enemigos.

Porque mientras sigamos gritándonos entre nosotros, el silencio de los de arriba seguirá siendo cómodo. Demasiado cómodo.

 

Javi Llull, director de Vistanova TV