*** EDITORIAL *** Gobernar también es elegir el lado correcto de la historia

13/12/2025


*** EDITORIAL ***

Hay momentos en la política local que, sin pretenderlo, acaban dando lecciones que trascienden el propio municipio. Ayer fue uno de esos días en Xàbia. La alcaldesa, Rosa Cardona, decidió destituir y apartar temporalmente al concejal de Vox, José Marcos, tras conocerse la existencia de una presunta situación de acoso sexual hacia la persona que ejercía la Secretaría del Grupo Municipal. No hubo rodeos ni cálculos excesivamente sofisticados. Hubo una decisión. Y eso, hoy en día, ya es mucho decir.

Vivimos inmersos en una época confusa, donde algunos parecen empeñados en estirar hasta el límite una línea que debería estar perfectamente trazada desde hace décadas. La que separa la confianza del abuso, el trato cercano del comentario obsceno, la jerarquía funcional del ejercicio de poder mal entendido. No es una línea nueva ni fruto de modas recientes. Es, simplemente, la frontera del respeto. Y quien ocupa un cargo público debería tenerla más clara que nadie.

Porque no hablamos de relaciones entre iguales ni de malentendidos inocentes. Hablamos de subordinación, de posiciones de poder y de la falsa creencia de que un cargo, un despacho o unas siglas otorgan una especie de inmunidad moral. No la otorgan. Nunca lo han hecho. Y quien no lo sabe, no debería representar a nadie.

El caso de Xàbia no surge en el vacío. Llega en un contexto nacional donde los ejemplos se acumulan con una facilidad preocupante. Ahí están los casos de Paco Salazar, del alcalde de Almussafes, Toni González, o del alcalde de Belalcázar. Situaciones distintas, contextos distintos, pero un patrón que se repite. Mensajes, conversaciones, comportamientos que no admiten demasiadas interpretaciones y que, aun así, muchas veces acaban envueltos en una densa niebla de silencios, excusas y miradas hacia otro lado. Conversaciones privadas, dicen algunos. WhatsApps sacados de contexto, añaden otros. Vomitivas, dirán quienes aún conservan un mínimo de sentido ético.

El propio presidente del Gobierno llegó a afirmar que este tipo de comportamientos tienen un componente estructural. Y no le falta razón. La educación y el respeto no dependen de las siglas, dependen de las personas. Pero precisamente por eso, porque es un problema estructural, la respuesta no puede ser estructuralmente tibia. El trabajo de una sociedad sana no es justificar, relativizar o judicializarlo todo para lavarse las manos. Es denunciar, señalar y dejar claro que hay actitudes que no se toleran. Ni antes ni después de una sentencia.

Aquí es donde la decisión de Rosa Cardona cobra especial relevancia. Porque apartar temporalmente a un concejal no es prejuzgar, ni condenar, ni sustituir a los tribunales. Es algo mucho más sencillo y, a la vez, más valiente. Es decirle a la presunta víctima que no está sola. Es asumir que no hacer nada también es una forma de posicionarse. Y normalmente es la peor.

Reducir estos casos a un “es un tema judicial, no político”, como se ha escuchado en más de una ocasión, es una forma elegante de desentenderse del problema. Pilar Bernabé lo expresó así recientemente, pero conviene matizarlo. Claro que es un asunto judicial. Pero también es político. Porque un cargo público no es solo un trabajador con derechos y deberes. Es un referente. Un ejemplo. Alguien que representa a una institución y, por extensión, a la ciudadanía.

Un político debería entenderse como se entiende a un padre o una madre respecto a sus hijos. No todo se resuelve con un perdón a destiempo ni con un “no volverá a ocurrir”. Hay comportamientos que, cuando se producen, exigen consecuencias. No por venganza, sino por coherencia. Por ética. Por respeto.

Rosa Cardona podría haber optado por el camino cómodo. Mantener la estabilidad de un gobierno, mirar hacia otro lado, ganar tiempo y esperar a que el ruido se apagara solo. No lo hizo. Prefirió quedarse en minoría antes que enviar el mensaje de que todo vale si los números cuadran. Prefirió asumir el coste político antes que trasladar a la persona afectada que su situación era secundaria frente a los equilibrios de poder.

Ahora, el concejal destituido amenaza con las consecuencias, con la ingobernabilidad, con el castigo político. Como si la ética fuera negociable. Como si el respeto dependiera de mayorías. Como si la responsabilidad fuera una moneda de cambio.

Quizá convendría detenerse un momento y reflexionar. Cada acto tiene consecuencias. Y quien decide ocupar un cargo público debería saberlo antes de sentarse en el despacho. No después, cuando llegan las explicaciones, los comunicados y los lamentos.

A veces, gobernar no es sumar apoyos. Es tomar decisiones incómodas. Y ayer, en Xàbia, alguien recordó que la política, cuando es decente, todavía puede servir para eso. Para decir basta. Aunque cueste. Aunque incomode. Aunque no salga gratis.