Opinión
Por Marian Albalat
Cada 21 de noviembre celebramos el Día Mundial de la Televisión, un homenaje que va más allá de la caja que preside salones desde hace décadas. Para quienes trabajamos en el oficio —y especialmente para quienes llegamos a él por pura vocación— la televisión es mucho más que un formato: es una ventana viva, a veces incómoda, siempre necesaria, que nos recuerda cada día por qué decidimos contar historias.
Yo crecí con una tele -únicamente con dos canales- que me enseñó que el mundo era más grande que mi pueblo. Allí descubrí guerras que no entendía, celebraciones que no conocía y voces que hablaban de realidades que me quedaban lejos. Y quizá por eso, años después, acabé sosteniendo un micrófono por diversos lugares del mundo, corriendo tras una noticia o dando voz a los que nadie escucha. Mi vocación nació ahí: en esa mezcla de curiosidad, responsabilidad y deseo de acercar lo que parece lejano.
La televisión ha cambiado, sí. Lo hacen los hábitos de consumo, los ritmos y hasta las exigencias de una audiencia cada vez más fragmentada e impaciente. Pero, a pesar de todos sus desafíos, la televisión debe perseguir ser ese espacio donde la inmediatez se combina con el rigor y donde la imagen tiene la fuerza de sacudir conciencias más allá de cualquier algoritmo.
He aprendido que un directo puede fallar, que la lluvia puede arruinar un plano y que una noticia puede transformarse en minutos. Pero también he vivido la magia de ver cómo una historia contada con respeto logra conmover a quienes la están viendo desde casa. La televisión, cuando se hace con honestidad, apartando el sensacionalismo, tiene la capacidad de conectar con la gente de una forma que ningún otro medio ha sabido igualar.
Por eso, en este Día Mundial de la Televisión, reivindico el trabajo de quienes estamos detrás de cada emisión: cámaras que aguantan horas de pie, técnicos que salvan un informativo en segundos, productores que organizan el caos, redactores que hilvanan datos… y reporteros, como yo, que nos emocionamos, que lo damos todo, que seguimos creyendo que una historia bien contada todavía puede cambiar algo.
En un mundo saturado de pantallas, la televisión sigue siendo ese punto de encuentro donde mirar juntos lo que sucede. Y mientras siga existiendo una persona dispuesta a encenderla para informarse o comprender un poco mejor su entorno, seguirá teniendo sentido nuestro trabajo.
Hoy, más que un día señalado en el calendario, es un recordatorio del privilegio —y la responsabilidad— que supone ser periodista en un medio que, pese a sus sombras, continúa alumbrando realidades. Porque la televisión no solo informa, también acompaña, sorprende, entretiene y, en ocasiones, nos invita a mirar donde antes no queríamos. Y ahí es donde yo siempre querré estar: respirando la calidez de las gentes en cada pueblo, escuchando a los que denuncian batallas perdidas, contando lo que pasa con la convicción de que cada historia merece ser escuchada.